Por: Saskia González Volgers

 

Cuando Daniel escuchó la puerta de casa entreabrirse corrió enloquecido hacia Mel y le estrechó uno de esos abrazos que ella siempre intentaba rechazar. Acarició sus manos y las puso junto a sus labios. Desprendían un aroma a café recién hecho, y su piel estaba barnizada con mantequilla y restos de mermelada. Sentía el latir de su corazón agitado y su mirada dispersa, cubierta de una neblina tras la que solía esconderse para que no descubrieran qué trataba de ocultar. Aquella noche sólo habló Daniel. Le dijo tartamudeando lo mucho que le había echado de menos y le pidió que le contara un cuento. Mel sólo fue capaz de hacerle un par de carantoñas y taparle con la manta de colores, como hacía cada noche desde hacía siete años.

La mañana siguiente se presentaba húmeda y vagabunda. Las calles encharcadas hacían de espejo a los presumidos paraguas que de vez en cuando se echaban una ojeada. Mel no había dejado de derramar lágrimas en toda la noche, y al despertar, las sábanas estaban impregnadas en llantos de soledad. Ese día de noviembre trabajaba sola en el café. Las manecillas del reloj no alcanzaban aún las 7.30 de la mañana y todas las sillas poseían ya un ocupante. Esa debía de ser la razón del vacío de las aceras. La gente se había decantado por pasar el tormentoso despertar al calor de la cafetería y su música jazz.

El color pastel de la mesa donde se encontraba su hijo desayunando leche con cereales desentonaba con la del anciano que estaba próximo a él, que tenía un tono agrio y desangelado. Mel no sabía si los clientes habían transformado los muebles o si éstos les habían cambiado a ellos. El café era un lugar de aprendizaje diario, donde se entretejían momentos cotidianos de la vida del vecindario. A veces Mel intervenía en las conversaciones asintiendo, pero lo que más le gustaba era observar.

Los parroquianos mostraban expresiones más o menos preocupadas al entrar en el local, pero Mel se dio cuenta de que cuando éstos se marchaban, parecían siempre más felices e incluso más sabios. Entre ellos compartían lamentos y momentos risueños. A veces se contaban verdades y en otras ocasiones preferían actuar y transmitir sus sentimientos colocándose en un diminuto y enternecedor escenario que había en el café. Sin embargo, no todos tenían el desparpajo de los actores. Algunos preferían acurrucarse entre las líneas de un libro de poesía y otros miraban más allá de la ventana durante horas, mientras se balanceaban, componiendo mentalmente una sonata, o quizás un vals.

 

Aquel día, por algún motivo que aun desconocía, no podía dejar de mirar al anciano de ojos cenicientos y uñas arrugadas, que estaban excavando unas barritas de pan para que el aceite se introdujera en su interior. Sin embargo, no debió de calcular bien, ya que el pan se había convertido en un colador por el que el líquido amarillo salía sin cesar. A pesar de eso, siguió comiendo con insistencia, y cuando terminó se puso a jugar con el aceite que había derramado en la mesa. Sus manos hacían gala de pinceles, a las que untaba de color rojo con los restos de tomate para darle un punto de cromatismo a su creación artística.

Mel quería decirle que su labor era más propia de un taller de pintura que de un lugar como ese, pero después se dio cuenta de que ella hubiera hecho la misma escabechina si se lo hubieran permitido. Lo que más le gustaba del café era la liberad con la que todo el mundo se comportaba. Nadie se había fijado siquiera en la actitud tan esperpéntica del señor.
Los minutos fueron pasando y cuando Mel quiso volver a poner la vista en el anciano, éste ya no se encontraba. A cambio había dejado en la mesa más monedas de las necesarias, un dibujo hecho con comida y, para sorpresa de Mel, una nota. Al principio, pensó que sería un simple papel que se le había caído, pero cuando se detuvo a leerlo, descubrió que lo había escrito precisamente para ella:
“Querida Melodía. Imagino que no te acordarás de mí. Sólo pude disfrutar de tu compañía cuando eras un bebé. Después sucedió algo que tu madre jamás te quiso desvelar y que ahora me dispongo a contarte. Un día en el que yo todavía estaba vivo fui un gran artista, uno de los primeros revolucionarios de la ciudad, o al menos eso decían. Empecé a venir a este café todos los días a pensar en la siguiente obra que iba a pintar y así este lugar se convirtió en parte de mi vida. Sentía que a través de mis obras podía expresar mi frustrada libertad, hasta que un día entraron en mi casa y acabaron conmigo y con el arte que había creado. Sólo se conservó un cuadro, que había escondido tiempo atrás en una de las paredes del café. Fíjate en ellas con detenimiento y encontrarás la obra que te pertenece. Pero recuerda, esta pintura no te dejará que la coloques a la vista de todo el mundo, sino que sólo la podrás utilizar tú para reencontrarte conmigo y para vivir en tu piel el pasado de esta ciudad de mareas y días soleados. Tu abuelo, Fernando”.