Al fondo de la calle 31

Por: Saskia González Volgers

El presente microrrelato trata de hacer una crítica sobre distintos aspectos de la sociedad actual y sobre hechos que vivieron nuestros antepasados pero que siguen vigentes en nuestros días: Korea del Norte y la robotización de las mentes, EEUU y su amor por las armas, el engaño al que nos inducen los medios y la distinción entre hombres y mujeres como si fueran ganado.

En mi calle veía las hojas reposar sobre el árbol velado por la luz de la mañana. Sin embargo, el susurro que procedía del fondo de la calle embadurnada de viento y malestar me anunciaba que ese mundo que yo no lograba alcanzar era muy distinto al mío. Todos los que vivían en la calle 31 eran de color turquesa. Todos, excepto yo. Por ese motivo, cada mañana mis padres me introducían en una bañera teñida de ese pigmento, para que durante el resto de la jornada aparentara ser igual que los demás.

– No te olvides de sonreír todo el dia dando dos palmaditas y un salto hacia atrás- dijo mi padre con insistencia. No podemos recibir más multas por tus inapropiados comportamientos.

– Pero papá… – Ni peros ni leches con ensaimadas- repitió mi padre con gusto.

Le encantaba incidir en esa expresión, que le hacía sentir superior.

– Si lo único que hice fue sonreír como me enseñasteis siempre: con el gesto de la cara…

– ¡Niña! ¡Cállate de una vez, que nos van a echar de nuestra calle! Y según he escuchado, es la más feliz de todas. Te he dicho un millón de veces que no nos permiten expresar sentimientos, así que limítate a jugar y a dar palmadas y saltitos como hacemos todos.

Una vez más, asentí, respiré hondo y continué con mi labor. La única que me habían asignado durante el resto de mis días: pintar el túnel en el que vivíamos de color turquesa para que los de mi calle creyeran que eran superiores a los demás. Les había dicho que era la zona más luminosa y de mejor calidad de la zona. Pero yo sabía que les estaban engañando, y a mi también, ya que a cambio de no desvelar la realidad me permitían estar junto a mis seres queridos.

Aquella mañana, igual de soleada que la anterior y la del año pasado, la profesora 31 de la calle 31 así es como la teníamos que llamar- nos informó de las nuevas asignaturas del año. Se trataba de un programa de «renovación mental».

Nos dijeron que era muy importante que nuestras cabezas estuvieran bien cuidadas física y psicológicamente. Para ello, nos pusieron un casco con forma de fresa a las mujeres y uno con aspecto de berenjena a los hombres.

La clase estaba sumamente satisfecha, ya que el color favorito de las mujeres era el rosa y el de ellos el verde. Estábamos tan felices que dimos dos palmadas al unísono y un saltito hacia atrás.
En cuanto me puse ese maravilloso sombrero mi vida cambió por completo.

Sin embargo, no sólo nos regalaron ese fabuloso complemento, sino que como también nos entregaron manoplas de cocina para el frío, un frío que jamás habíamos conocido.

Y ya para rematar, a la que mejor cocinara de todas obtendría como premio un paquete de pañales extra plus.

No nos dejaban saber qué es lo que le dieron a los del otro sexo. Pero si es cierto que algo curioso noté en ellos. Parecía que hubieran desayunado un enorme croissant, ya que caminaban de la misma forma y su pelo estaba engominado con mantequilla. Caminaban, respiraban y estornudaban a la vez.

Aun así, lo más espléndido, era que todos tenían una pistola de agua incrustada en ese cuerpo deforme. Al menos a ellos les dijeron que era de agua y que podían jugar con ella siempre que quisieran.